Lo único en lo que pensaba en aquella noche de insomnio era en lo bien que la harían dormir ahora mismo sus besos, sus manos peinando su alborotado pelo y su dedo índice rondando por aquel ombligo cual marcador de un teléfono antiguo. En aquella calurosa noche de junio, en la que le era imposible dormirse, comenzaban a darle vueltas miles de detalles que de día ni se hubiera imaginado, la noche es de los filósofos y de los escritores destrozados y ella tenía un poco de cada cual. Salió de la cama y se sirvió un poco de aquella botella de vino que tenía a medias guardada en la nevera, nada especial, la ocasión tampoco lo merecía, salió a su pequeño balcón y se sentó en una vieja mecedora que la casera le había dejado, suspiró, bebió vino y miró al cielo, así repetidas veces hasta que se dió cuenta de que aquel rancio vino se había acabado, seguidamente voló hasta su habitación, se tumbó y se durmió.
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