lunes, 23 de junio de 2014

Tarde

Lo único en lo que pensaba en aquella noche de insomnio era en lo bien que la harían dormir ahora mismo sus besos, sus manos peinando su alborotado pelo y su dedo índice rondando por aquel ombligo cual marcador de un teléfono antiguo. En aquella calurosa noche de junio, en la que le era imposible dormirse, comenzaban a darle vueltas miles de detalles que de día ni se hubiera imaginado, la noche es de los filósofos y de los escritores destrozados y ella tenía un poco de cada cual. Salió de la cama y se sirvió un poco de aquella botella de vino que tenía a medias guardada en la nevera, nada especial, la ocasión tampoco lo merecía, salió a su pequeño balcón y se sentó en una vieja mecedora que la casera le había dejado, suspiró, bebió vino y miró al cielo, así repetidas veces hasta que se dió cuenta de que aquel rancio vino se había acabado, seguidamente voló hasta su habitación, se tumbó y se durmió.


Sí, acaba así, podría haberme inventado mil y una aventuras que le hubiesen ocurrido, pero todos sabemos que hubiésemos hecho lo mismo que ella, resignarnos y yacer.



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